Tecleando cuentos...

viernes, 2 de abril de 2010

El regalo

Entre las sabanas recordó que era sábado, se desperezaba lentamente pensando el nombre de ese día. Nadie ni nada la requería, ningún trabajo, ninguna actuación materna. Un día más de ese caluroso de verano.

Estaba sola en la casa, miró el hueco dejado por él, ya se había marchado. Se levantó despacio pensando qué hacer.

Consideró el destino de aquel regalo, un día libre, cumpliría cincuenta y cuatro años dentro de una semana pero la pereza la vencía para preparativos de una fiesta no deseada. Esa fecha solo le hacía consciente de ser el olvido. Olvido de mujer.

Miró hacia las sabanas, al vacío dejado por él y se adentró en ese lado de la cama, sus párpados descendieron varias veces con el sabor del recuerdo de él, de ese tiempo en que el hombre la miraba, la observaba, solo a ella, con murmullos de palabras no referidas a la rutina. Empezó a acariciarse como si fuera él, su lengua circulaba por sus labios en el deseo cálido del beso, le sintió sin estar, como antes, cuando sus brazos la rodeaban y jugaban con sus piernas. Las cortinas filtraban rayos que iluminaban su cara y ella deseaba seguir gozando de ese placer que su mente recordaba.

Qué hacer en ese día.

Fue hacia la ventana, descalza, sonriendo sola como lo hacía antes sabiéndose contemplada, admirada, tambaleando sus curvas mientras cerraba las persianas hasta dejar la habitación en penumbra con una luz dorada y seca de la pequeña lámpara de mesa. En la estantería centró su vista en una edición de Lily Litvak, "Antología de la novela corta erótica española de entreguerras, 1918-1936", luego, en la cómoda, revolvió entre su ropa para elegir encaje negro, tirantes que solo rompían brevemente la desnudez de sus hombros, seda tras un baño de sales. Un día dedicado a retornar al placer, ayudada de baños y sedas, de letras vivas, de melodías trémulas que seducen.

Dejándose sentir por el agua y la espuma, el Andante de Schubert, de su Impromptus, parece adormecerla, sin percibir al hombre que abriendo la puerta, sorprendido por la quietud y el silencio, se asombra por la figura femenina casi ya olvidada, las rodillas sobresaliendo del agua y el rostro de su mujer en un color ascendente de melocotones maduros. No se pregunta, solo la recorre con sus ojos soleados, se descalza silenciosamente, sin quebrar la magia, se arrodilla junto al encaje esparcido sobre las baldosas y sus brazos se retuercen en el agua en los muslos de ella, iniciando con su boca un paseo por su cuello, alzando la mano hacia sus párpados cerrándolos tras la conciencia de ella de saberse con él, apretando los lóbulos entre los labios, la camisa empapada de agua perfumada oscilando entre sus pechos relajados cuya aureola se oscurece de placer, sus senos sobresaliendo del agua sujetos por la firmeza de esas manos conocidas, absorbidos por la boca masculina. Ella abraza su cabeza entre sus manos, le hace mirarla, a los ojos brillantes, sonrientes, y empieza a desabrochar la camisa mojada de agua y gozo, el se deja observar y acumula las toallas para el lecho de ella, la levanta para tumbarla sobre la felpa blanca, la quiere húmeda pero sin las aguas que el seca con su cuerpo, acalorados por su desnudez, pasea ahora por el monte de venus y ella se desliza, le toca, llega a su sexo viril y su respiración agitada y entrecortada es una, los sabores se mezclan, las bocas se entrelazan con ardor y los dedos del hombre penetran para prepararla, espera, se retiene hasta que el cuerpo femenino consiente su voluntad oscilando para que el uno se funda en el otro.

El placer compartido, requerido, deseado se prolonga con la separación de los cuerpos y la unión de sus miradas; ella rodea su cuello, besa sus pómulos y el la viste con seda reluciente, despacio, prosiguiendo el acto de amar con la tibieza del encaje sobre el cuerpo cálido, con sus labios sobre sus ojos, impidiendo que ella olvide a la mujer.
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